Primer Capítulo de Brisingr

Tercer libro de el Legado

Primer capítulo del tercer libro de Eragon: Luz y Sombra

Primer capítulo de Brisingr: Saphira rasgaba el suelo con los pies. ¡Vayámonos! Eragon y Roran dejaron sus bolsas y las provisiones colgadas de la rama de un enebro y treparon por la espalda de Saphira. No tuvieron que peder tiempo en ensillarla; había llevado los arreos toda la noche. Bajo su cuerpo, Eragon sentía el calor del cuero moldeado, casi hirviente. Se agarró a la púa del cuello para permanecer estable si había cambios repentinos de dirección, mientras que Roran pasó su grueso brazo en torno a la cintura de Eragon y blandió el martillo con el otro. Un fragmento de esquisto crujió bajo el peso de Saphira cuando la dragona se agachó y luego, de un solo salto vertiginoso, se alzó hasta la cima del barranco, donde se equilibró por un instante antes de desplegar sus alas gigantescas.

Las finas membranas repicaban mientras Saphira los alzaba hacia el cielo. En aquella posición vertical parecían dos velas de un azul transparente. —No aprietes tanto —gruñó Eragon. —Perdona —contestó Roran aflojando los brazos. Les resultó imposible seguir hablando porque Saphira volvió a saltar. Cuando llegó a lo más alto, bajó las alas en una batida poderosa para lograr que los tres llegaran aún más arriba. Cada aleteo los acercaba más a las nubes lisas y estrechas que se extendían desde el este hacia el oeste. Cuando Saphira apuntó hacia Helgrind, Eragon miró a la izquierda y descubrió que, gracias a la altitud, alcanzaba ver una franja amplia del lago Leona, a unos cuantos kiló- metros de distancia. Una gruesa capa de niebla, gris y fantasmal bajo el brillo del alba, emanaba del agua, como si un fuego embrujado ardiera en la superficie del líquido.

Eragon aguzó la mirada, pero ni siquiera su vista aguileña le permitía distinguir la otra orilla, ni las laderas sureñas de las Vertebradas, cosa que lamentaba. No había vuelto a ver las montañas de su infancia desde que abandonara el valle de Palancar. Al norte se alzaba Dras-Leona, una mole gigantesca y laberíntica que parecía una fornida silueta contra el muro de niebla que bordeaba su flanco oeste. El único edificio que Eragon pudo identificar era la catedral donde lo habían atacado los Ra’zac; su aguja irregular se alzaba sobre el resto de la ciudad como una lanza rugosa. Eragon sabía que en algún lugar del paisaje que desfilaba veloz por debajo de ellos estaban los restos del campamento en que los Ra’zac habían herido de muerte a Brom. Dio rienda suelta a toda la rabia y el dolor que le provocaban los sucesos de aquel día —así como el asesinato de Garrow y la destrucción de su granja— para obtener de ellos el valor —o, mejor dicho, el deseo— para enfrentarse a los Ra’zac en combate. Eragon —dijo Saphira—.

Hoy no hace falta que mantengamos en guardia nuestras mentes y nos escondamos los secretos, ¿verdad? No, salvo que aparezca otro mago. Cuando el arco superior del sol coronó el horizonte, brotó un haz de luz dorada. En un instante, todo el espectro de colores dotó de vida a un mundo hasta entonces monótono; brillaba el blanco de la niebla, el agua adoptó un intenso azul, el muro embarrado que rodeaba el centro de Dras-Leona reveló sus costados de un deslucido amarillo, los árboles se ataviaron de todos los matices del verde y el suelo se ruborizó de rojo y naranja.

Helgrind, en cambio, permanecía como siempre: negra. La montaña de piedra crecía rápidamente a medida que se acercaban. Incluso desde el aire resultaba intimidante. Al lanzarse en picado hacia la base de Helgrind, Saphira se inclinó tanto a la izquierda que Eragon y Roran se habrían caí- do si no llegan a llevar las piernas atadas a la silla. Luego el dragón recorrió como un látigo la pista cubierta de piedras y sobrevoló el altar en el que los sacerdotes de Helgrind celebraban sus ceremonias. El borde del yelmo de Eragon atrapó el viento al pasar y emitió un aullido que casi lo dejó sordo. —¿Y? —gritó Roran. No veía nada por delante.

—¡Los esclavos se han ido! Eragon sintió como si un enorme peso lo aplastara contra la silla cuando Saphira abortó el descenso y trazó una espiral en torno a Helgrind en busca de una entrada al escondrijo de los Ra’zac. No veo ni un agujero en el que quepa una rata de bosque —anunció. Redujo la velocidad y se mantuvo en el aire ante una protuberancia que conectaba la tercera cumbre más baja de las cuatro con la siguiente. Aquel contrafuerte recortado multiplicaba de tal manera los estallidos producidos por el batir de las alas que se convertían en truenos.

A Eragon le lloraban los ojos por la presión del aire contra la piel. Una redecilla de venas blancas adornaba la parte trasera de los peñascos y pilares, donde la escarcha se acumulaba en las grietas que iban recorriendo la piedra. Nada más perturbaba la penumbra de las fortificaciones de Helgrind, oscuras y barridas por el viento. Entre las piedras inclinadas no crecían árboles, ni matas, hierba, musgo o líquenes, ni se atrevían las águilas a anidar en los salientes de las torres partidas.

Fiel a su nombre infernal, Helgrind era un lugar mortal y permanecía al abrigo de los pliegues de sus riscos y hendiduras, dentados y afilados como navajas, como un espectro huesudo que se alzara para hechizar la tierra. Eragon proyectó su mente y confirmó la presencia de uno de los esclavos, así como de otras dos personas que había descubierto encerradas en Helgrind el día anterior.

Sin embargo, le preocupó no localizar a los Ra’zac, ni al Lethrblaka. «Si no están aquí —se preguntó—, adónde habrán ido.» Siguió buscando y descubrió algo que antes se le había escapado: una sola flor, una genciana, había florecido a menos de veinte metros de ellos, en un lugar donde, a todas luces, sólo podía haber piedra sólida. «¿Cómo obtendrá la luz que necesita para vivir?» Saphira respondió a su duda al detenerse sobre un espolón desmoronado, unos pocos metros a la derecha.

Al hacerlo perdió el equilibrio por un instante y batió las alas para recuperarlo. En vez de rozar la mole de Helgrind, la punta del ala derecha se hundió en la roca y volvió a asomar. ¿Has visto eso, Saphira? Sí. Saphira se inclinó hacia delante, dirigió la punta del hocico hacia la roca escarpada, se detuvo a escasos centímetros —como si esperase que se activara el resorte de alguna trampa— y luego siguió avanzando.

Escama tras escama, la cabeza de Saphira se fue adentrando en Helgrind hasta un punto en que Eragon ya sólo podía ver el cuello, el torso y las alas. ¡Es una ilusión! —exclamó Saphira. Con un tirón de sus poderosas ancas, abandonó el espolón y avanzó el resto del cuerpo tras la cabeza. Eragon hubo de recurrir al dominio de sí mismo para no taparse la cabeza en un desesperado intento por protegerse al ver que el pe- ñasco se abalanzaba contra él. Un instante después se encontró contemplando una cueva amplia, abovedada e inundada por el cálido halo de la luz matinal.

Las escamas de Saphira reflejaban la luz y emitían miles de temblorosas motas de luz azul sobre la piedra. Eragon se dio la vuelta y vio que no había pared alguna tras ellos, sólo la boca de la cueva y una abrumadora vista del paisaje que se extendía más allá. Eragon hizo una mueca. Nunca se le había ocurrido que Galbatorix pudiera recurrir a la magia para esconder la madriguera de los Ra’zac. «¡Idiota! Tengo que esforzarme más», pensó. Subestimar al rey era la mejor manera de conseguir que los mataran a todos.

Roran maldijo y rogó: —Si vuelves a hacer algo así, avísame antes. Eragon se inclinó hacia delante y liberó las hebillas que lo ataban a la silla mientras estudiaba el entorno, atento a cualquier peligro. La entrada de la cueva era un óvalo irregular, de unos quince metros de altura por dieciocho de anchura. Desde allí, la cámara casi doblaba su tamaño antes de terminar en un buen bauprés que caía hacia una pila de gruesas losas apoyadas entre sí en una confusión de ángulos inciertos. Una alfombra de rasguños de un gris polvoriento recorría el suelo, prueba de las numerosas ocasiones en que el Lethrblaka había despegado, aterrizado o caminado por allí.

Como misteriosos agujeros de cerraduras, cinco túneles bajos hendían los costados de la cueva, al igual que un pasillo ojival de tamaño suficiente para que cupiera Saphira. Eragon examinó cuidadosamente los túneles, pero eran oscuros como la boca del lobo y parecían vacíos, dato que confirmó con rápidas proyecciones de su mente. Desde las entrañas de Helgrind le llegaba el eco de unos extraños e inconexos murmullos, que sugerían la presencia de seres desconocidos que correteaban en la oscuridad y un goteo permanente de agua. Aumentado por los confines de la cámara vacía, el sonido estable de la respiración de Saphira se sumaba al coro de suspiros.

El rasgo más particular de la caverna, de todos modos, era la mezcla de olores que la invadían. Dominaba el de la piedra fría, pero por debajo de éste Eragon detectó vahos de humedad, moho y algo mucho peor: el hedor de la carne podrida, de una dulzura asquerosa. Tras soltar las últimas cintas, Eragon pasó la pierna derecha sobre la grupa de Saphira y quedó sentado de lado, listo para saltar al suelo. Roran hizo lo mismo por el otro flanco. Antes de soltarse, Eragon oyó, entre los múltiples crujidos que le llegaban al oído, una serie de golpes simultáneos, como si alguien hubiera aporreado la piedra con un montón de martillos. El sonido se repitió apenas medio segundo después.

Eragón miró en dirección a aquel ruido, al igual que Saphira. Una figura gigantesca y retorcida asomó a toda velocidad por el pasillo. Ojos negros, hinchados y saltones. Un pico de más de dos metros. Alas de murciélago. El torso desnudo, sin vello, henchido de músculos. Garras como púas de hierro. Saphira se tambaleó al intentar esquivar al Lethrblaka, pero fue inútil. La criatura chocó contra su flanco derecho con una fuerza y una furia que a Eragon le parecieron propias de una avalancha.

No llegó a enterarse exactamente de lo que pasó después porque el impacto lo mandó por los aires sin que en su mente confusa llegara a formarse ni medio pensamiento. Su vuelo acabó tan abruptamente como había empezado cuando chocó con la espalda contra algo duro y liso y cayó al suelo, golpeándose la cabeza por segunda vez. Aquel último golpe desalojó de sus pulmones el poco aire que le quedaba. Aturdido, permaneció encogido de lado, boqueando y esforzándose por recuperar algo parecido al control de sus extremidades, que no le respondían. ¡Eragon! —gritó Saphira.

Aquí termina el primer capítulo de Brisingr.

Primer capítulo de Brisingr